lunes, 15 de junio de 2009

Máximas y deberes: Kant y la búsqueda de fundamentos






En el prólogo a la Fundamentación, Kant explica el cometido de la obra. Nos dice un poco acerca de las ciencias, y más adelante explica la necesidad de una Fundamentación para una Metafísica de las costumbres, o como versa su otro título: crítica de la razón pura práctica. No olvidemos aquí el detallado trabajo anterior que precede a esta crítica, me refiero a la Crítica de la razón pura (CRP), en la cuál Kant trata de abordar el problema del conocimiento, pero un conocimiento fundamentado. Un conocimiento fundamentado requiere principios, estos principios deben ser metafísicos. Por principios metafísicos hay que entender: fundamentos a priori universales. Para el ámbito del ser (física o razón pura teórica estos principios están dados de antemano por la naturaleza, una naturaleza causal y determinada) estos principios están dados en la naturaleza en sí, y bajo los cuales el ser se ve determinado causalmente. De la misma manera en el ámbito de la razón práctica ha de hallase principios que sirvan no para el ser de la física, sino para el deber ser de la acción humana.



Se puede decir luego que en Kant la experiencia moral está en contacto con lo más íntimo de nosotros, ya que debe estar fundamentada bajo principios, y como principios deben ser de igual manera para todos. Debe entenderse que todos los que esta nueva moral incluya son los seres racionales capaces de sintonizar con dichos principios, y estos principios generales deben anticiparse y estar primordialmente antes de cualquier deseo.



Al inicio del primer capítulo de la Fundamentación, Kant nos dice que “No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno si restricción alguna, salvo una buena voluntad”, es decir lo que se desea lograr como bueno en el esquema de la razón práctica (acción) es una buena voluntad. Para empezar hay que identificar que Kant nos dice que el querer como la moción de la voluntad no tiene nada que ver con el deseo, es decir para Kant voluntad como querer no es desear. Entonces una acción que sea observablemente buena debe ir de acuerdo a una buena voluntad, excluyendo el deseo, o lo que Kant llama inclinación.


No obstante nuestra voluntad no es buena de por sí, como lo es el ejemplo del Santo del segundo capítulo, donde aquella voluntad es buena de por sí, entonces todas sus acciones han de ser buenas también y en tanto buenas: son morales. Pero nosotros que no contamos con aquella voluntad del Santo, podemos también acceder al camino seguro de una buena acción, pero a través del deber, entonces una acción buena es la que se traduce a través del deber.


Cuando Kant aborda el concepto de deber, hace una distinción entre lo que se sabe de aquel, por un lado desde el conocimiento vulgar o conocimiento moral común, y por otro desde el conocimiento moral filosófico. Se sabe que de aquí se hará la distinción entre actuar conforme al deber y actuar por el deber mismo. Cuando una acción se la hace conforme al deber se la realiza de manera externa, no hay un fundamento, y además se ve encaminada por una inclinación, esta vía moral es la que Kant identifica como la moral común, una moral de rasgo egoísta capaz de sintonizar con el beneficio individual; aquí parecen los conceptos antiguos de moral, tanto la moral de la virtud como la moral de la felicidad. Por otro lado, la vía segura de acceso a la moral, es cuando el agente de la acción actúa por el deber mismo no conforme a él. Es aquí donde se empata con la moral filosófica, ya que para actuar por el deber mismo, se debe saber acerca de los principios morales, y según ellos actuar, pero estos principios no son visibles desde la moral común, sino desde el conocimiento filosófico.

Por eso Kant indica que el disponer de una concepción del deber no significa que estemos seguros de aplicarla correctamente en situaciones reales. Todo lo que pretende la teoría kantiana es en ciertas ocasiones simples y comunes sabemos cómo sería el hecho de cumplir con nuestro deber. Porque lo haríamos por el deber mismo, no por otra cosa.

Una vez que hemos apreciado el valor del deber, y que se debe actuar por el mismo, no otra cosa, Kant indica que el deber está en sintonía con los principios objetivos de la acción, pero cuando ese deber se traduce a las acciones individuales, se pasará al concepto de máxima, ya que máxima y deber deben reflejarse en la acción. Así podemos decir que el valor moral de las acciones radica en una máxima, y una máxima está determinada de acuerdo a lo que cada uno de nosotros ha decidido. Una máxima para Kant, es un principio subjetivo de la acción, y se debe de actuar de acuerdo a él. Así, la máxima de una persona (cualquiera) es una norma que escoge para seguirla en sus acciones, no es necesario que siempre lo haga, pero como máxima debe por respeto a la ley cumplirla. Respeto para Kant significa esa solemnidad necesaria para la acción, es el requisito necesario para que nuestra acción se encamine bajo principios.


Un ejemplo de máxima como regla de acción individual: Una persona muy irascible adopta una máxima de suprimir los arranques de cólera, es probable que se lo diga a sí mismo cuando trata de actuar de acuerdo con ella. Otra característica de la máxima es que ella no representa la decisión de cumplirla, sino es la pauta o la mejor manera posible en esa acción. Así podemos decir, que la máxima es una norma que ha adoptado el agente, y a la que decididamente se amolda. Entonces bajo esas máximas vamos amoldando nuestra conducta, por eso elegir máximas es elegir un plan de conducta. Aquí rescatemos algo previo, en un mundo que actúa bajo leyes determinadas de antemano, el hombre es el único ser capaz de actuar bajo leyes propias, él es capaz de legislar sobre sí mismo.

Entonces sólo quien es capaz de adoptar máximas será moral o inmoral, de ahí de que un animal o un ser dentro de la naturaleza no podrá ser considerado moral, ya que no puede plantearse reglas de acción para sí mismo.

Hasta aquí no hay que olvidar algo importante; decimos que una máxima es moral si concuerda con la ley moral (aquella que es principio de acción), sabemos ahora, que la moral para Kant no parte del deseo o la inclinación, o las consecuencias que el agente vislumbra en su acción, sino, en la pura intensión que el agente tiene por deber. Por eso la moralidad de una acción está de acuerdo a la conformidad a la ley moral general. Por eso de concepto de máxima se pasa al de imperativo. Porque, lo que se trata es que mi acción sea moral, y es moral, si y solo si, puedo determinar también, que mi máxima llegue a ser una ley universal; es decir, que también sirva para todos, no solo para mi, aquí es donde se equipara el concepto de máxima con el de ley de la moralidad.


No olvidemos que el concepto de ley en Kant, simboliza un principio que rige a todo de manera universal, como principio objetivo, por eso Kant dice que nuestra máxima de acción (principio subjetivo) debe tomar la forma de la ley moral (principio objetivo).

Hasta aquí sabemos que una acción cumple o viola una máxima del sujeto, y las máximas mismas cumplen o violan el principio moral. Por eso del concepto de máxima se pasa al de imperativo, ya que cuando se pasa a la idea de imperativo se asegura de que la acción vaya de acuerdo a una máxima. No obstante, no se trata de un imperativo a secas, sino de un imperativo categórico, ya que no sólo es un medio instrumental para un caso determinado (diferencia con el imperativo hipotético) sino que debe ser válido para todos y en toda ocasión, así entiende Kant la idea del imperativo categórico, como el principio subjetivo que me encamina en la acción moral, y que además debo actuar por él (imperativo) y que debe no ser solo para mí en cierta ocasión en la que me beneficia, sino siempre, y es válido para toda ocasión no sólo para mí, sino para todos (categórico).

Por eso un imperativo categórico, trata de ser un principio subjetivo (máxima) válido para toda situación,; además, es una prueba de moralidad, ya que debemos por respeto actuar según él. Por eso la primera formulación del imperativo nos dice “obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal” se debe pretender entonces que mi regla de acción, sea al mismo tiempo una ley universal, no algo aquí y ahora válido sólo para mi. La segunda formulación indica lo siguiente “Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza” Se quiere entonces que por nuestra voluntad, o desde nuestra voluntad, llegar a que nuestras acciones puedan convertirse en leyes de la naturaleza, es decir que se conviertan en principios objetivos, así como la causalidad del mundo físico, pero ahora dentro del ámbito de la acción humana.

Finalmente la tercer formulación del imperativo indica “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como un medio” Así pues esta tercera formulación de Kant indica su cometido final en el reino de los fines, es decir aquel fin global en donde los hombres se inscriben siendo fines en sí mismos, nunca medio para otra cosa. Y agrupa todos los hombres, en tanto racionales, racional para Kant es aquel agente que puede ser capaz de representarse el deber y la ley moral.


La Fundamentación indica, que el deber no es un concepto empírico, es alcanzado por la reflexión filosófica en busca de principios. Por eso mediante la experiencia no es posible estipular una máxima. Así Kant nos dice que “Cuando se trata de valor moral no importan las acciones que uno ve, sino aquellos principios íntimos de las mismas que no se ven”.


Por eso se trata de una moral genérica, anterior a cualquier experiencia, que finalmente te traduzca en una voluntad determinada a-priori por fundamentos. Así Kant nos dice que “Cada cosa en la naturaleza opera con arreglo a leyes, sólo un ser racional posee la capacidad de obrar según la representación de las leyes o con arreglo a principios del obrar, esto es, posee una voluntad” y la voluntad no es otra cosa que razón práctica.

Selección de textos de la Fundamentación de Kant

Capítulo I
Tránsito del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.
[…]La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. […]

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
[…]Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado. La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído. La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima2# de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones. Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado, pues todos esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción. Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos. Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo ahora evitar, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias inquietantes. Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma. Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón, empero, me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún ciertamente el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-; pero al menos comprendo que es una estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo. […]
Capítulo II
Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres
[…]Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como para derivar las acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad, en conformidad con las leyes objetivas, llámase constricción, es decir, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no enteramente buena es representada como la determinación de la voluntad de un ser racional por fundamentos de la voluntad, sí, pero por fundamentos a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente. La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para una voluntad, llámase mandato (de la razón), y la fórmula del mandato llámase imperativo.
Todos los imperativos exprésanse por medio de un «debe ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo por que se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, -por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Distínguese de lo agradable, siendo esto último lo que ejerce influjo sobre la voluntad por medio solamente de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera6#. […]

Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria. Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces es el imperativo categórico. […]

Así, pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito. Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad. […]

En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto» sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta. Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, porque aquí no tenemos la ventaja de que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo. Mas provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el imperativo categórico es el único que se expresa en ley práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva en al aquella necesidad que exigimos siempre en la ley. […]

Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene, pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima10# de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario. El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno ley universal. Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir. La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
[…]La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos. Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica. Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo. Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal.
El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mi vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad.
El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio. Vamos a ver si esto puede llevarse a cabo.
[…]Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre -subjetivo-, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto, el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora. Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora). […]

Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Velase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía. El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines. Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios. Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal). Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro. El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad. La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber.
El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida. La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo. En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad. Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo. Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.

viernes, 12 de junio de 2009

Discurso filosófico sobre el amor





En los discursos anteriores al de Sócrates hemos ido recogiendo las características de Eros, estos aportes le permitirán al filósofo ateniense rebatir o apoyar sus nuevas ideas según corresponda con su nueva definición, ahora ya desde la filosofía. Los interlocutores del Banquete han ido sumando características desde sus propias ciencias o artes, es así, por ejemplo, el caso de Fedro que toma referencias y descripciones de Eros desde la Literatura y mitología, por otro lado Pausanias había hecho lo mismo, pero desde la política, Erixímaco desde las ciencias y las artes simbolizadas por las musas. Luego la Comedia y la descripción mitológica de Aristófanes y finalmente la poética trágica de Agatón. Lo que debemos rescatar de estos interlocutores de Sócrates es los siguiente:


1. Los discursos desde Fedro hasta Aristófanes han versado sobre cómo es el Eros, y qué favores reciben los hombres de él.

2. Sólo Agatón ha podido hablar desde el mismo Eros, es decir del Eros en sí.

3. Todos los discursos anteriores coinciden en atribuir a Eros características divinas.

4. Sócrates también habría estado de acuerdo con el discurso y las características que Agatón atribuye a Eros, hasta que aparece la misterios presencia de la sacerdotisa de Mantinea.

5. El pequeño diálogo entre Sócrates y Agatón nos permiten poner en bandeja los primeros indicios de este Eros filosófico, negando las característica principal de divinidad que habrían atribuido todos los discursos anteriores.

Entonces así entendidos dichos puntos podemos empezar recapitulando el discurso de Sócrates. Para empezar, el diálogo que está antes (diálogo entre Sócrates y Agatón: 199d - 201 b) de lo que nos dirá Sócrates acerca de Eros, nos permite saldar algo importante acerca del Amor. El Amor, siempre es Amor de algo, nunca lo es de nada.Sócrates le dice a Agatón que si el Amor está siempre avocado hacia la belleza es porque no posee la misma, porque uno desea lo que no se tiene. Entonces, si Eros siempre desea la belleza de las cosas, es porque no la posee, y sabe de alguna u otra manera que la belleza en sí es lo más anhelable, por eso mismo, se avoca hacia ella.Además todo deseo lo es de algo, y ese algo al que se refiere el deseo es sobre lo no poseído, y si lo no poseído es la belleza o la bondad: Eros no es bello, Eros no es bueno. Entonces si Eros no es bueno y tampoco bello, Eros no puede ser un dios o una divinidad, ya que la divinidad en general posee belleza y bondad, como sus características principales.
Hasta aquí se ha negado la principal característica de Eros como divinidad, pero ¿si Eros no es una divinidad, entonces qué es?

En esta parte el diálogo nos sugiere un cambio de tono en el discurso de Sócrates, ya que nos parece iniciar en estas artes eróticas a través de un personaje: Diotima, La sacerdotisa de Mantinea. Entonces, después de negar las características principales atribuidas a Eros, paso siguiente es darle nuevas características. Si Eros no es bueno y tampoco es bello, no se pasa al extremo, es decir, que sea malo o feo, y aquí aparece el concepto de intermedio. No es un dios porque no posee cosas bellas y buenas, simplemente las anhela porque carece de ellas. Y tampoco es inmortal, sino que está en medio de lo mortal y lo inmortal, es así que se dirá de este Eros ser un Daimon, un genio o un demonio, que está entre lo humano y lo divino, y que además permite la comunicación entre ambos, por eso Eros es también un adivino (esto tal vez nos recuerde lo que en su momento dijo Erixímaco acerca de Eros). Todas las características que de van sumando a este Eros han de justificarse, por eso aquí aparece la descripción de su nacimiento.Entonces Diotima le narra a Sócrates acerca del nacimiento y concepción de Eros. Dice que se encontraban todos los dioses reunidos dado que estaban celebrando el natalicio de Afrodita, y entre los concurrentes a dicha celebración se encontraba Poro, hijo de Metis (la prudencia), el Dios de la abundancia (Poros en griego significa apertura, dádiva, de dónde nos viene el concepto de poro, por ejemplo, los poros de la piel), y como era costumbre en la puerta se encontraba Penía, la pobreza, que estaba mendicante como era usual. La celebración continuaba, hasta que Poro se embriagó de Néctar (aún no había vino, esta característica resalta que el suceso se haya dado en el principio de los tiempos) y salio hacia los jardines que estaban fuera del recinto, luego de ello, cayó dormido bajo el sopor que ha provocado la embriaguez. Y Penía, deseando hacerse de un hijo, se acostó al lado de Poro que estaba totalmente ebrio.Así, luego de este suceso se engendró Eros, y es escudero y acólito de Afrodita por haber sido engendrado durante su natalicio. No obstante, lo que debemos rescatar aquí es que ambos padres de Eros poseen características completamente antagónicas, por un lado la abundancia de recursos del padre (Poro) y la menesterosidad de la madre (Penía). Ambos tratan de ser la representación de Eros como lo intermedio entre ambos, ya que Eros es siempre carente de recurso por eso siempre anhela, pero a la vez es muy hábil cazador y charlatán. Entonces, ambas propiedades extremas que simbolizan a Eros nos permiten distinguir cómo actúa, ya que lo hace por carencia, se dice que a veces muere, pero que renace y al ser siempre carente de todo, siempre tiende a conseguir aquello que le falta, por eso Eros es amante, porque se impulsa a conseguir, es actividad, no pasividad. Recuérdese aquí que los discursos anteriores ponían a este Eros como un amado, por su belleza y sus características divinas, no obstante, aquí se ha negado todo lo anterior y ahora es el mismo Amor el que inspira a conseguir aquello de que es falto.Además, al ser inspirador, actúa como esa fuerza externa que nos impele a alcanzar lo que no tenemos, por eso también es un Demonio o un genio, ya que se inmiscuye dentro de nosotros y nos embriaga de su poder, y nos hipnotiza a conseguir lo que él ha dictado. Eros es pues un inspirador, un encantador, un adivino; que además, puede provocar la comunicación entre lo mortal y lo divino, ahí también hace patente su carácter de intermedio.

Eros nos lleva a conseguir lo que deseamos, por ejemplo los hombres desean ser inmortales, y para conseguirlo deben engendrar, para así perpetuarse. Sin embargo, el hombre no engendra en lo feo, sino, se impulsa por la belleza y en ella quiere engendrar. Por eso al comienzo Eros se conduce por la belleza de los cuerpos, en los cuales puede engendrar, y hacia ellos se dirige. Puede padecer por este Amor o encantamiento que siente. Así también, aquí se puede agregar lo dicho por Fedro anteriormente, él narraba acerca de los acontecimientos y sufrimientos de los amantes por sus amados (Aquiles y Alcestis por ejemplo), es que Eros posee tal fuerza que hasta la vida misma puede quedar de lado ante su poder. Eros es pues un encantador, que cuando ejerce su poder sobre nosotros, no podemos hacer nada, nuestra voluntad ha sido tomada por este dios, todo lo que indica va a ser lo que hagamos. Eros posee tal poder, no sólo en los hombres, sino también en los animales, ya que ellos también son capaces de arriesgar su propia vida en pos de proteger lo que aman: sus hijos.

Eros, indica Sócrates, se conducía en un primer nivel por la belleza que aparece ante él, no obstante, hay un ascenso progresivo que se inicia desde allí. Después de apreciar la belleza de los cuerpos se debe notar, que todos los cuerpos comparten dicha belleza, luego se pasará a buscar la belleza de las almas, y de una sola y despreciando las demás, ya que en las almas se inscribe una belleza permanente que tiene que ver con la virtud y lo más estable (aquí recuérdese las palabras de Pausanías al comparar de manera similar lo que indicaba con la Afrodita Uranía).



Pero Eros impele a seguir ascendiendo, en este ascenso nos topamos con la reglas, leyes y normas que permiten la ordenación de la Polis. Aquí no se debe olvidar la pretensión política de Platón que se refleja de una manera más detallada en La República, pero aquí en el Banquete no se debe olvidar que lo que se quiere rescatar es la armonía y equilibrio que puede producir Eros al nivel político. En cuarto lugar aparecen las matemáticas como la apreciación de la belleza y armonía de las ideas abstractas, aquellas que permitirán el vuelco hacia lo más elevado, es decir las ideas en sí. La idea última que se está por lograr, ya lejos de todo asidero sensible, es la idea de la belleza en sí; aquella que se ha conseguido por el ascenso progresivo de Eros, hasta encontrarse con lo más puro.No se debe olvidar que la idea de la belleza es también la unidad, aquella que reúne toda la multiplicidad de las formas, bajo una idea única, que armoniza todo el esquema. Aquí Platón caracteriza esta idea como la belleza, en La República, veremos que esa idea es el Bien, ya que tanto el Bien como la Belleza son lo mismo.
Eros así es un filósofo, un amante de la sabiduría, ya que no desfalleció en la búsqueda de las ideas puras, avanzó y avanzó hasta conseguir la idea en sí. Es un amante inspirado, que quiere lograr su fin en la aprehensión de lo más elevado.

Así termina de caracterizarse a Eros, no Obstante, el excurso de Alcibíades nos permite identificar a Sócrates como el verdadero filósofo inspirado por este Eros, ya que no sólo es un amante de la sabiduría, y así haciendo patente que Eros sea filósofo, sino que también ha de ser amado, ya que provoca en los otros ese llamado hacia el conocimiento, es decir Sócrates como educador que conduce a todos a sentirse inspirados por Eros. Así Sócrates con sus preguntas encanta, como el pez torpedo a que se quiera salir de la ignorancia, y además, permite que los demás sientan la necesidad y el deseo de conocer. Por eso finalmente podemos decir que el verdadero amante es capaz de ser también amado, ya que permite que los demás vean en él la fuerza y la inspiración necesarios para atreverse a filosofar.

viernes, 5 de junio de 2009

A propósito de la sensiblidad y la razón en Kant





Todo pensamiento ético empieza por un conflicto entre los impulsos y el deber ser. Kant empieza distinguiendo en el hombre una razón plenamente teórica y casi instrumental, mediante la cual puede conocer el mundo físico, pero el hombre no es un autómata más en la naturaleza, él también es sensibilidad.Si el hombre fuera sólo sensibilidad, sus acciones estarían determinadas por sus impulsos sensibles, si fuera sólo racionalidad, serían determinadas necesariamente por la razón., pero ambas son propias del hombre, ambas; de ahí su libertad de elegir.


Por sensibilidad en el hombre hay que entender esa característica propia que le permite querer, ahí donde radican sus inclinaciones y deseos, sin embargo Kant nos dice que en dichos estamentos (inclinaciones en general) no hay una liberación de la causalidad natural en el ámbito físico; es más, esas inclinaciones lo llevan por un sendero donde solo importa el hombre lo que él solamente quiere, sólo él; aquello que Kant llama egoísmo. No obstante, lo que nos dirá Kant se acerca más hacia la idea de un conjunto, en el cual todo ser racional (el hombre es un ser racional, ese es el presupuesto kantiano) pueda estar incluido dentro de la moral, una moral en la que no imperan las inclinaciones o lo que dirige al hombre al egoísmo, sino, Kant trata de incluir a todo ser racional en el esquema de le ética, en tanto posibilidad legisladora desde su propia subjetividad, y esa subjetividad que finalmente ha de traducirse a la praxis, ya que la praxis les permite dar el paso que separa la simple posibilidad lógica de la realidad objetiva, pero esta acción (praxis) no debe estar determinada por condiciones empíricas, sino por principios a-priori que determinen una acción moral, así una razón práctica va a determinar por sí misma la voluntad, independientemente de todo dato empírico.