lunes, 16 de noviembre de 2009

La idea del Bien al fianl del libro V de la República (Philo-sophos)



La pregunta que ha conducido el diálogo en los cuatro primeros libros ha sido por la Justicia, y a partir de ella se ha ido saliendo de la particularidad de las definiciones previas para encaminarse hacia un concepto que las reúna a todas. No se debe perder de vista hasta aquí, que las definiciones que de la justicia se han dado (libros I al IV) han sido meras especulaciones desde la opinión que de la justicia tenían los interlocutores de Sócrates, pero de lo que se trata es de no dar una definición desde de lo particular, sino un agrupamiento en el concepto. Podemos agregar aquí aquellas definiciones: en 331c Céfalo define la justicia como la devolución de lo que se debe, en 332d Polemarco define a la justicia como el beneficio a los amigos y perjuicio a los enemigos, en 338c Trasímaco dice de la justicia es lo que conviene al más fuerte, más adelante Trasímaco nuevamente dice de la justicia que es la excelencia y sabiduría, así el libro primero apunta a que la justicia es la excelencia del alma, es decir según el érgon del alma, aquello que cumpla mejor su función (como areté).
El cambio de interlocutores en el Libro II indica un ascenso en la argumentación, se ha dejado las definiciones de Trasímaco, Polemarco y Céfalo, para empezar el diálogo con Glaucón y Adimanto. Es así que la definición se va abordando de otra manera, en 357a Glaucón dice que la justicia es querida no como un fin en sí misma sino como un medio, es decir se quiere a la justicia por los beneficios que de ella podamos recibir. Más adelante en 358e el mismo Glaucón dice de la justicia que no es cultivada voluntariamente, ya que la justicia sería un acuerdo para no sufrir ni cometer injusticias. Sólo cultiva la justicia aquel que es impotente de cometer injusticias. Luego Adimanto agrega en 362d que es preferible cometer injusticias por el beneficio que de ellas podemos sacar, así los ricos pueden librarse de cualquier delito y librarse de los males del más allá (recordemos aquí el pasaje en el cual aparece Céfalo haciendo ofrendas a los dioses).
Con esta breve recapitulación de las definiciones de lo libros iniciales he querido rescatar lo siguiente: (1) Sócrates va a dar un giro, ya que se abandona la búsqueda de la justicia individual (La de los interlocutores) y se pasa a la búsqueda de la justicia en la polis; (2) luego se apreciará que la polis para funcionar ha de cubrir todas sus necesidades (alimentación, vivienda, vestido), pero además ha de contar con las artes y ciencias (3) y finalmente esta polis debe ser resguardada por los guardianes para que en ella se cumpla con lo estipulado. Todo esto da como resultado que los que sean llamados a ser los guardianes de la polis sean educados o formados de tal manera que cumplan dicha función. La primera parte del Libro III es la puesta en práctica de tal formación para los guardianes, pero ya en 412b se hace necesario que sobre los guardianes, haya gobernantes, ya que ellos son los que han de llevar las riendas de la polis. No se debe perder de vista hasta aquí, que los gobernantes son los que deben colocar a cada uno según su función dentro de la polis, en ese sentido, los gobernantes deben estar convencidos de que se debe hacer siempre lo que más le convenga a la polis. (Aquí la definición provisional de la justicia del libro IV: hacer que cada uno cumpla su función según su érgon)
Todo el recorrido anterior lo he tomado como premisa para lo que aparece en 427d en donde se regresa a la analogía de la polis, la cual se presenta como tripartita, en donde aparece la sophía, la sôphrosýnê y la andreía como estando al mismo tiempo actuando en dicha polis, todas estas partes han de ser necesarias y se complementan, sin embargo la mejor parte (sophía) es la que debe gobernar a las demás. En 441c se hace la analogía entre el alma y la polis, ambas son tripartitas, en ese sentido, en el alma también ha de estar a la cabeza la mejor parte: el raciocinio y por él el alma es sabia. La justicia entonces debe estar dirigida a que cada parte cumpla su función propia, de ahí que esa tripartición sea un requisito para que cada parte se sitúe en lo que le corresponde por naturaleza. Y en la polis los guardianes han de encargarse de que cada uno se encuentre donde le corresponde, pero bajo el principio rector del gobernante, no se debe olvidar aquí la doble significación de arkhé, no sólo como principio sino también como gobierno.
Entonces, si la mejor parte debe estar a la cabeza y gobernar, ¿de quién se está hablando para tal cargo? ¿Acaso aquel que está al lado de la sabiduría (como epistêmê? ¿Se trata del filósofo? ¿Por qué el filósofo debe gobernar?
Y se empieza en 475b el filósofo es aquel que ama algo, si ama algo lo ha de amar (phileîn) en su totalidad y no sólo una parte, así el filósofo no se contenta con lo particular y ahí se queda, sino que es amante de todo estudio sin hartarse nunca. Así el philó-sophos es amante de la sabiduría. Philósophon sophías phêsomen epithymêtên eînai (the lover of wisdom en la traducción de Shorey)
Aquí aparece una distinción esencial al interior del pasaje porque existen dos tipos de amantes: el que ama las apariencias, es decir los amantes de los espectáculos: philótheamones, aquel que está llevado por sus sensaciones a apreciar todo lo que ve y escucha en los espectáculos, pero no puede distinguir la belleza que actúa al interior, ya que al estar embelesado con las sensaciones del momento, no se detiene a pensar (intuir) acerca de la belleza que se le presenta ahí delante; es decir, no se ha tomado en serio aquello que percibe. Mientras que el verdadero philó-sophos, es aquel que también se encuentra embelesado por un espectáculo, pero es el espectáculo de la alêtheia y de la epistêmê. Es decir, ha podido trascender el ámbito sensible, y ha distinguido lo que ve en lo particular en función a una idea. No está soñando, ya que ha podido apreciar lo que realmente es: “aquel que estima que hay algo bello en sí, y es capaz de mirarlo tanto como las cosas que participan de él, sin confundirlo con las cosas que participan de él, ni a él por estas cosas participantes#”. Se trata pues del que está despierto y no confunde la apariencia con lo que realmente es.
Hasta aquí vamos indicando a qué se está refiriendo Platón cuando empieza a caracterizar al philó-sophos, y cuáles son los objetos sobre los que debe versar su conocimiento. En 477 a aparece una distinción crucial, ya que si el conocimiento se refiere a algo, o conoce algo, ese algo que conoce debe ser, ya que del no-ser no puede haber conocimiento, a la manera parmenídea#, de ahí se sabe que lo que se refiere al no-ser es sólo ignorancia. Tenemos así dos extremos, el conocimiento que versa sobre las cosas que son (tó ón), y la ignorancia (agnosía) que está atenta a las cosas que no son. No obstante hay algo que se sitúa entremedias, es decir algo que no es conocimiento y tampoco es ignorancia, algo intermedio: metaxý. Eso intermedio es la dóxa (477b 2) que es algo distinto del conocimiento científico y de la ignorancia. Pero aquí Sócrates hace una pausa para referir a que cada uno tiene un poder o poderes (facultades) dýnamis, que son las que pueden referirse a algo, así como la vista a las cosas visibles, como el oído a los sonidos (477c). Entonces cada poder (dýnamis) está referido a un objeto según sea una dýnamis particular, es decir aparta, y se dirige a un objeto de conocimiento que le es propio. Entonces si la epistêmê es una dýnamis (la más vigorosa), su objeto es distinto al de la dóxa (477e – 478a) de ahí la epistêmê cumple con su dýnamis cuando se refiere al tó ón, en cambio la dóxa sólo opina, entonces lo opinable es distinto a tà ónta. Pero la opinión no puede versar (entiéndase opinar) sobre lo que no es, ya que del no-ser no se puede opinar, es así que la opinión no es vacía, sino que ha de referirse a lo que es, pero como opinión no como epistêmê, es decir, la opinión está al lado de la multiplicidad, lo cambiante, etc. Por eso no se trata de un conocimiento del ser como estable (recordemos aquí a Parménides) porque de lo que se trata aquí es del ser como claridad, por eso la dóxa no es más clara que la epistêmê (ya que la epistêmê es gnônai hôs ésti tò ón), pero sí lo es en referencia a la ignorancia (478c), y se encuentra entre ambas, se reafirma así el carácter de metaxý como siendo y no siendo a la vez (eînai te kaì mê eînai).
En 479b se continúa y se dice que los que ven la multiplicidad de lo bello o lo justo, y no son capaces de contemplar lo en sí, se dirá de aquellos que opinan sobre un objeto, pero no lo conocen. Así el philó-doxos es distinto al philó-sophos, ya que el philó-sophos es aquel que da la bienvenida a las cosas en sí, es capaz de distinguir (diaíresis) lo que se presenta como mero fenómeno y lo que es en sí real, aquello que permanece fuera de toda representación, por eso se trata de agudizar la vista (no olvidemos que el philó-sophos ha de llevar una educación en lo más elevado, es una elevación progresiva a la contemplación de lo puro, por eso se ejercita en la dialéctica como distinción y reunión de las ideas, y esto se puede lograr gracias a la koinonía de las ideas como la homología en el pasaje del Menón referido a la inmortalidad del alma).
Se sabe de aquí que el objeto de conocimiento del philó-sophos es la idea, es decir lo que permanece detrás de toda multiplicidad. Esta distinción se dirige a encontrar lo estable, lo que no cambia en la apariencia. Por eso líneas arriba veíamos que el amante de los espectáculos se encuentra inmiscuido dentro de la multiplicidad de lo sensible, y que además, no podía distinguir lo estable detrás de todo ello; en cambio el philó-sophos si es capaz de separar ambos y notar que hay unidades detrás de lo que se le presenta en lo sensible. Hasta aquí he querido enfatizar con la idea que se sigue de esto, ya que el philó-sophos es capaz de encontrar estabilidad en algo permanente y no particular, es decir en la idea como ousía, que escapa de todo lo particular. No olvidemos aquí el progreso del diálogo hasta el Libro V, como se veía al inicio los primeros esbozos que de la justicia se daba por parte de Céfalo, Trasímaco, etc. todos aquellos eran sólo meras particularizaciones de la justicia, así se sabe que son parte de lo múltiple, están pues en el ámbito de la dóxa, en la cual sí se puede referir a lo que es, pero no como realmente es, sino como una imagen particular. En ese sentido, la imagen particular que tiene Céfalo, Trasímaco, Polemarco, etc. Aquí también podemos traer el ejemplo de las definiciones parciales de la areté que hace Menón, todas son meras particularidades, pero se debe apuntar a una esencia permanente detrás de todas ellas, no se trata pues de la virtud de Menón, de la virtud de Gorgias, sino de La Virtud.
Cuando se hace referencia a algo como idea, se trata de algo que no cambia, que permanece, y que además es UNO, la idea de unidad es la que agrupa a todas las ideas, ya que algo uno es ya en esencia algo puro y no combinado con otro particular. De ahí que todas las ideas puras sean agrupadas bajo la idea de la unidad. Pero no se debe olvidar que no es la unidad a secas, sino que es la idea del Uno-Bien, ya que aquel ya es el sustento ontológico que está sobre todas las ideas particulares. No se debe olvidar que las ideas toman su ser y su esencia del Uno-Bien, el Bien es aquella idea que las agrupa y les da existencia, no podemos dejar de lado aquí los símiles que están al final del libro VI y al inicio del libro VII que a manera de hipótesis nos acercan a lo que Platón quiere indicar como el Bien, no se debe olvidar que son hipótesis como su-puestos, ya que el Bien siendo lo más excelso, y que además está más allá del ser y de la esencia, sólo se lo puede abordar por meras hipótesis, ya que no se debe tomar en sus sentido predicativo, porque así lo estaríamos particularizando, mientras que de lo que se trata es de sólo indicar cómo es que actúa en referencia a la totalidad de los entes. Así, por ejemplo, el símil del sol indica el carácter que cumple el Bien en relación a todas las cosas, sustentando a la totalidad de los entes, no sólo inteligibles sino también sensibles, ya que el Sol es vástago del Bien.
Siendo el Bien una hipótesis detrás de lo que se nos indica, el Bien sólo es accesible por pleno ejercicio de la noesis (porque se trata de algo captable, mas no predicable), aquella facultad que aprehende lo más puro, y a partir de ello distinguir el sustento general de todas las cosas como participantes de unidades idénticas y uniformes (monoeides) que caen bajo el sustento del Bien. Por eso en la República cuando se sabe que la justicia es aquella virtud que hace cumplir a cada uno una función según su naturaleza, y toma su sustento del Bien, y que además la naturaleza toda está emparentada (koinonía) se toma como hipótesis de acceso al Bien en su sentido de sustento total. De este modo el philó-sophos debe estar en sintonía con tó pantelôs ón, como conocimiento verdadero, no de un conocimiento intermedio y a medias como lo supone la dóxa. Sino, se trata de una aprehensión por parte de la noesis de lo más excelso en la unidad y el Bien, de ahí su necesaria salida de la visión de los particulares.


miércoles, 14 de octubre de 2009

Nietzsche: Nihilismo y Metafísica (Conferencia del día 20 de octubre de 2009)




 Sumilla:

"Una entrada a la filosofía de Nietzsche se puede dar a través del Nihilismo, este nos invita a pensar en esa nada que es el resultado de la perdida de la totalidad. Sin embargo, no es una nada a secas, se trata de llenar ese vacío dejado por la pérdida de la totalidad a través de la voluntad. En ese sentido, la ponencia indicará cómo reconocer dicha dinámica en la filosofía de Nietzsche especialmente teniendo en cuenta su Zaratustra"

Si entendemos a la filosofía como una teoría que el hombre se ha permitido crear, como una especulación sobre principios y causas de la realidad. Así, llevándola a un nivel meta-físico, entendido aristotélicamente como una ciencia capaz de especular sobre los primeros principios y causas. Así, ubicando terreno seguro en la teoría, pero después de tanto esfuerzo intelectual cabe la pregunta que Nietzsche enuncia sobre la pérdida de la esa seguridad.


Nietzsche se encuentra en la tensión final, en los límites de la Metafísica. Aquella que según Heidegger ha sido una ontología-teológica, es decir, aquello que siempre ha situado al ser de los entes en un ente superior un ente perfectissimus: un dios. En ese sentido, si se pierde esa base segura del conocimiento y de todo lo demás, qué pasa si ese dios, que actúa como sustento de toda racionalidad ha de perecer ¿acaso la totalidad de las cosas ha de derrumbarse y evaporarse? La verdad es pues el último humo de la realidad extinta.
Nietzsche como él mismo dice de sí en Ecce Homo, “¿por qué soy un destino?#” Ahora él es el resultado de una historia, una historia de una época (epokhé) del ser. La filosofía, entonces, ya no podía seguir siendo una metafísica, una metafísica que no era consciente de su error y de sus límites. Nietzsche así le muestra su error, pero él mismo al pretender hacer una anti metafísica no puede, a su vez, dejar de hacer metafísica. No obstante se permite poner en cuestión estos conceptos de la razón “Dios, inmortalidad del alma, redención, más allá#”, pero lo que sigue es ¿qué puede resultar si es que eso que desde siempre ha sido base segura para el hombre, ha de perecer?

Dios ha muerto es la premisa de su filosofía, (aquí la referencia a la pérdida de toda racionalidad) aquel ente perfecto que daba sustento a todos los entes particulares, ha perecido así lo enuncia el parágrafo 125 de Gaya Ciencia “¿dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos todos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hechos después de desprender a la tierra de su sol? ¿Dónde conducen ahora sus movimientos? (…) ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? (…) ¿No oís el rumor de que los sepultureros que entierran a Dios?#”

Ahora la pregunta es: ¿qué hacer cuando el suelo seguro que sostenía todo ha caído, ha desaparecido? ¿Qué pasa cuando no hay una razón capaz de sustentar la totalidad de las cosas? Si se ha vaciado el mar, ¿qué puede llenar ese espacio tan grande? Si se ha borrado el horizonte ¿qué vamos a ver ahora? Si se ha desencadenado a la tierra de su seguro asidero ¿a dónde ha de vagar? 

Toda filosofía empieza con una pregunta, las preguntas que nos aparecen son acerca de qué puede llenar un espacio vacío, qué haremos sin ese suelo seguro y hacia dónde iremos. Resultado de esa pérdida es lo que podemos entender como nihilismo, aquella nada que resulta de la pérdida del todo. Premisa de esto ha sido la muerte de Dios, pero de aquello resulta que todo valor ha perdido su esencia, su ser valor; hay pues una desustancialización de todas las cosas. No hay idea de valor, no hay una directriz. Aquello Nietzsche lo entiende como el último hombre en su Zaratustra, es decir, aquel que ha perdido el sol que sustentaba el mundo, pero se dirige instrumentalmente con una luz precaria y provisional, y en sentido estricto, no auténtica. 
Zaratustra lleva a los hombres el superhombre# ya que “el hombre es algo que debe ser superado#”, el último hombre se pregunta “¿qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? Así pregunta el último hombre y parpadea#” Ya que el último hombre es el que resulta de tal pérdida, es aquel rebaño sin pastor#. Pero de esa pérdida Nietzsche está presto a indicar una salida, ya que lo que quiere mostrar con la figura del superhombre es una salida auténtica del hombre capaz de crear sus propios valores. Que el hombre encienda una antorcha, que se permita iluminar por sí mismo la oscuridad que ha resultado por la pérdida del sol. Así, más adelante en los discursos de Zaratustra encontramos la serie de transformaciones que ha de sufrir el último hombre para iniciarse como un superhombre. (Camello-León-Niño)
El superhombre, entonces, es la realización de aquello que en el hombre, y en los demás seres, hace patente la vida. Aquella salida, que sin más, lo provee de lo que quiere. Esa salida al mundo la hará a través de la voluntad; que aquí entenderse como pulsión vital, casi casi, lo que llamamos o llamaríamos irracionalidad. No olvidemos aquí que Nietzsche al iniciar el camino que el superhombre debe transitar, ha de sufrir varias transformaciones#, y finalmente lo compara y hace la analogía de él con un niño. Es decir, una voluntad sin trabas, “un santo decir sí#”. Ya que ahora se reclama al hombre como creador, creador de aquello que antes le venía de fuera; y así habla Zaratustra “Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí; el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo#”. Es un crear afirmativo, una afirmación de la voluntad, una voluntad que se convertirá en una voluntad de poder.

Nietzsche reafirma a la voluntad como sustento de todo lo ente, por eso él aún está pensando metafísicamente, ya que piensa que el ser del ente, en este caso, es la voluntad, y la voluntad como voluntad de poder. No ha pensado la diferencia entre ser y ente, sino que sitúa al ser del ente en la voluntad. Así, aún está inmerso en la subjetividad moderna, el sujeto fundador desde sí mismo.

Heidegger empieza entonces a interpretar de esa manera lo que Nietzsche quiere indicar con la muerte de dios, y la nihilidad del último hombre. Pero eso Heidegger quiere indicarlo como un resultado histórico, en el cual el hombre se sitúa sin el techo que siempre lo había protegido. Ahora se trata del un nihilismo, como resultado de la supresión de todo sustento del valor, por eso dios y su muerte son una premisa y un resultado. Premisa porque inicia así la autoafirmación del hombre en cuanto tal y su voluntad, y resultado porque todo sumo valor cae por su propio peso, ya que si el infinito es tan grande, un día ha de caer. Es un medio día que Zaratustra se encarga de anunciar, una luz sin sombras; dado que ya no se ha de pensar en un mundo suprasensible que se contraponía al mundo verdadero, acaso “el mundo verdadero se ha convertido en una fábula#”. No, eliminando el mundo suprasensible se elimina también el aparente. El resultado es el mundo en cuanto tal, aquella idea que Heidegger quiere rescatar, ya que se ha de reclamar al hombre que piense el mundo como el mundo es realmente, no un mundo desvirtuado por la metafísica. Cuando la onto-teología se desvanece aparece el nihilismo ad portas, todo techo que protege al hombre lo deja más sólo y más enfrentado a sí mismo: humanamente humano. De esta manera Heidegger puede decir “La metafísica es el espacio histórico (metafísica como epokhé del ser) en el que se convierte en destino el hecho de que el mundo suprasensible, las ideas, Dios, la ley moral, la autoridad de la razón, el progreso, la felicidad de la mayoría, la cultura y la civilización, pierden su fuerza constructiva y se anulan#”
Por eso cuando Heidegger se propone ver en la metafísica de Nietzsche lo hace porque “Volver a pensar la metafísica de Nietzsche se convierte en una meditación sobre la situación y el lugar del hombre actual, cuyo destino, en lo tocante a la verdad, ha sido escasamente entendido todavía#” Se trata de un pensamiento preparatorio que aún no ha encontrado tallo, ni fruto#. Porque se trata ahora de pensar al hombre como nunca antes se lo había pensado. Porque antes el hombre se entendía como ens creatum, y como imago dei. Pero, qué pasa si se pierde la imagen del creador, quién dará cuerda a esa máquina que es el hombre, de quién tomará su imagen, si es creado, dónde se encuentra el creador. Ya no hay tal creación ni tal imagen. Es el destino más cercano a sí mismo que se ha podido señalar.

Pues “no hubo antes acto más elevado, los que nazcan después de nosotros pertenecen a una historia más elevada#. Supone esa pérdida un regreso al hombre creador, no ha otro que cree por él. Se afirmará así la voluntad de poder, y voluntad como querer y poder como crear. Así, no tendrá que haber ningún dogma que paralice esa creación y autoafirmación humana, por eso la caída del dogma es una consecuencia, no una causa del nihilismo, y “Nietzsche entiende por nihilismo la desvalorización de los valores hasta ahora supremos#” Así en palabras de Nietzsche podemos agregar “El nihilismo incompleto (negativo) sus formas: vivimos en medio de ellas. Los intentos de escapar al nihilismo, sin necesidad de una transvaloración de los valores anteriores traen como consecuencia lo contrario y no hacen sino agudizar el problema#”. Si se ha caído en esa nada se pasará a esforzarse a escapar de ella, la única salida es crear nuevamente lo que el valor antes había creado para nosotros. No es pues un nihilismo inactivo y pasivo, como el del último hombre; sino, un nihilismo activo aquel que crea valores aquel en el que el santo decir sí afirma la vida pulsional de la voluntad. Nietzsche interpreta de esta manera a la ética y la religión, por eso el ve el resultado negativo que ha resultado de ocultar lo que es voluntad que afirma la vida en el hombre “El cristianismo dio de beber vino a Eros:- éste, ciertamente, no murió, pero degeneró convirtiéndose en vicio#” ¿Acaso es una irracionalidad tapada por una razón ya no sustentable?

De la desvalorización de todo lo valioso se pasa a una idea de una transvaloración radical de los valores -hasta antes supremos-. No obstante, eso no le compete al hombre, sino al superhombre, aquel anunciado por Zaratustra. Así se convierte este personaje en un portavoz, en el que lleva la palabra delante de nosotros (fürsprech), así explica y aclara aquello de lo que y para lo que habla#”.

El portavoz de la voluntad de poder, ya que todo ente es voluntad de poder, como voluntad creadora y de un eterno retorno de lo mismo. Es un enfrentarse a los abismos de la metafísica, al pensamiento abismal de Zaratustra, aquel que se permite señalar los límites de lo humano, demasiado humano, por eso no es pues una repetición de lo mismo, sino, de una afirmación, de una autoafirmación. Un hombre no es capaz de llegar hasta allí, por eso la prédica del superhombre “aquel hombre que va más allá del hombre que ha habido hasta ahora, única y exclusivamente para llevar a este hombre a la esencia que tiene aún pendiente y emplazarlo allí#” Se trata entonces de ir mostrando, de ir enseñando y señalando el camino que ha de seguir el que quiera afirmar su propia voluntad, caso curioso aquí que Así habló Zaratustra, lleve por subtítulo Un libro para todos y para nadie. Para todos los hombres que sean capaces de afirmar esa voluntad creadora, y para nadie que aún no quiera sufrir las transformaciones.
Así pues del desvalor del nihilista negativo (último hombre) se pasará a la afirmación de la voluntad en el superhombre, por eso el último hombre es el puente hacia el superhombre, ya que aquel también ha perdido a dios. Y como puente es: (1) aquello de lo que se aleja el que pasa; (2) el paso mismo (3) aquello a lo que pasa el que pasa#. Se trata pues de una proximidad de lo lejano, una nostalgia. Allí a dónde va el que pasa, como retorno a su verdadera morada (por eso la idea de círculo), la del convaleciente en el libro III de Así habló Zaratustra. Ese diálogo del alma consigo misma (“lógos hón autê pròs autên he psykhé diexépkhetai perì ôn án skopê”: Platón Teeteto 189e) Por eso es el más abismal de los pensamientos, porque es un enfrentarse a sí mismo y los límites que se tiene. Por eso Zaratustra invoca este límite “Yo, Zaratustra, el portavoz de la vida, el portavoz del sufrimiento, el portavoz del círculo: ¡A ti te llamo, el más abismático de mis pensamientos!#” Saberse humano y finito, es el más abismal de los pensamientos, pero se puede regresar a un origen que se pueda decir en la creación, en la voluntad que crea. Así se supera la finitud, y más aún el nihilismo, como esa pesantez que no deja avanzar a Zaratustra. Se trata pues de la afirmación de la voluntad, esa voluntad que en su pureza puede sustentar a todo lo vivo.

Una brida era el valor, y éste dado por dios y las ideas supremas de la metafísica. Por eso al principio se eliminaba esa traba. Luego, se pasaba al nihilismo, un nihilismo positivo o auténtico que arroje al hombre a crear todo valor para sí.

Conclusiones.
Al inicio de la obra que Heidegger dedica a el estudio de Nietzsche, aparece un aforismo de El anticristo, que puede indicar lo que Heidegger interpretará del filósofo del martillo: “Casi dos milenios y ni un solo nuevo dios”, la queja, entiéndase como crítica, va por el lado de la pereza del hombre que dejo su autenticidad a un segundo plano, es decir, no hacía uso de su voluntad para crear, sino que estaba presto a dejarse cargar como el camello, de todos los objetos pesados de la cultura, la religión, los valores que no entendía por qué debía cargarlos. Por eso se trataba de pensar al hombre sin ese suelo seguro. A esto, las preguntas de El Loco de la Gaya Ciencia: ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué haremos, cuando desencadenemos a la tierra de su sol? Hay pues aquí una nada que se patentiza, pero aún se está pensando metafísicamente, es decir se está ubicando a esa nada en relación a la voluntad. La voluntad supera esa nada. La metafísica en Nietzsche es aún un olvido del ser, porque en Nietzsche esa voluntad es ser, o el ser es la voluntad que se reafirma. El ente es entendido como voluntad, no desde el ser mismo, se ha llevado así la subjetividad a su límite, ya que el hombre es el capaz de realizar según su voluntad, una voluntad que se traduce en una vida que tiende a crear.
Por eso se toma al nihilismo como resultado a ser superado, así el filósofo (Nietzsche) es el llamado a responder a ese problema. “Es en los tiempos de más peligro en los que aparecen los filósofos, allí cuando la rueda gira cada vez más rápido#”
Hemos quedado sin nada, ahora cómo se llenará ese espacio infinito. Nietzsche reclama aquí nuestra voluntad para crear, y de esta manera, llenar el horizonte, ya no Metafísica, de una razón fundante, sino desde lo más propio, la voluntad, aquella voluntad que solo afirma un querer hacia la vida.



lunes, 15 de junio de 2009

Máximas y deberes: Kant y la búsqueda de fundamentos






En el prólogo a la Fundamentación, Kant explica el cometido de la obra. Nos dice un poco acerca de las ciencias, y más adelante explica la necesidad de una Fundamentación para una Metafísica de las costumbres, o como versa su otro título: crítica de la razón pura práctica. No olvidemos aquí el detallado trabajo anterior que precede a esta crítica, me refiero a la Crítica de la razón pura (CRP), en la cuál Kant trata de abordar el problema del conocimiento, pero un conocimiento fundamentado. Un conocimiento fundamentado requiere principios, estos principios deben ser metafísicos. Por principios metafísicos hay que entender: fundamentos a priori universales. Para el ámbito del ser (física o razón pura teórica estos principios están dados de antemano por la naturaleza, una naturaleza causal y determinada) estos principios están dados en la naturaleza en sí, y bajo los cuales el ser se ve determinado causalmente. De la misma manera en el ámbito de la razón práctica ha de hallase principios que sirvan no para el ser de la física, sino para el deber ser de la acción humana.



Se puede decir luego que en Kant la experiencia moral está en contacto con lo más íntimo de nosotros, ya que debe estar fundamentada bajo principios, y como principios deben ser de igual manera para todos. Debe entenderse que todos los que esta nueva moral incluya son los seres racionales capaces de sintonizar con dichos principios, y estos principios generales deben anticiparse y estar primordialmente antes de cualquier deseo.



Al inicio del primer capítulo de la Fundamentación, Kant nos dice que “No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno si restricción alguna, salvo una buena voluntad”, es decir lo que se desea lograr como bueno en el esquema de la razón práctica (acción) es una buena voluntad. Para empezar hay que identificar que Kant nos dice que el querer como la moción de la voluntad no tiene nada que ver con el deseo, es decir para Kant voluntad como querer no es desear. Entonces una acción que sea observablemente buena debe ir de acuerdo a una buena voluntad, excluyendo el deseo, o lo que Kant llama inclinación.


No obstante nuestra voluntad no es buena de por sí, como lo es el ejemplo del Santo del segundo capítulo, donde aquella voluntad es buena de por sí, entonces todas sus acciones han de ser buenas también y en tanto buenas: son morales. Pero nosotros que no contamos con aquella voluntad del Santo, podemos también acceder al camino seguro de una buena acción, pero a través del deber, entonces una acción buena es la que se traduce a través del deber.


Cuando Kant aborda el concepto de deber, hace una distinción entre lo que se sabe de aquel, por un lado desde el conocimiento vulgar o conocimiento moral común, y por otro desde el conocimiento moral filosófico. Se sabe que de aquí se hará la distinción entre actuar conforme al deber y actuar por el deber mismo. Cuando una acción se la hace conforme al deber se la realiza de manera externa, no hay un fundamento, y además se ve encaminada por una inclinación, esta vía moral es la que Kant identifica como la moral común, una moral de rasgo egoísta capaz de sintonizar con el beneficio individual; aquí parecen los conceptos antiguos de moral, tanto la moral de la virtud como la moral de la felicidad. Por otro lado, la vía segura de acceso a la moral, es cuando el agente de la acción actúa por el deber mismo no conforme a él. Es aquí donde se empata con la moral filosófica, ya que para actuar por el deber mismo, se debe saber acerca de los principios morales, y según ellos actuar, pero estos principios no son visibles desde la moral común, sino desde el conocimiento filosófico.

Por eso Kant indica que el disponer de una concepción del deber no significa que estemos seguros de aplicarla correctamente en situaciones reales. Todo lo que pretende la teoría kantiana es en ciertas ocasiones simples y comunes sabemos cómo sería el hecho de cumplir con nuestro deber. Porque lo haríamos por el deber mismo, no por otra cosa.

Una vez que hemos apreciado el valor del deber, y que se debe actuar por el mismo, no otra cosa, Kant indica que el deber está en sintonía con los principios objetivos de la acción, pero cuando ese deber se traduce a las acciones individuales, se pasará al concepto de máxima, ya que máxima y deber deben reflejarse en la acción. Así podemos decir que el valor moral de las acciones radica en una máxima, y una máxima está determinada de acuerdo a lo que cada uno de nosotros ha decidido. Una máxima para Kant, es un principio subjetivo de la acción, y se debe de actuar de acuerdo a él. Así, la máxima de una persona (cualquiera) es una norma que escoge para seguirla en sus acciones, no es necesario que siempre lo haga, pero como máxima debe por respeto a la ley cumplirla. Respeto para Kant significa esa solemnidad necesaria para la acción, es el requisito necesario para que nuestra acción se encamine bajo principios.


Un ejemplo de máxima como regla de acción individual: Una persona muy irascible adopta una máxima de suprimir los arranques de cólera, es probable que se lo diga a sí mismo cuando trata de actuar de acuerdo con ella. Otra característica de la máxima es que ella no representa la decisión de cumplirla, sino es la pauta o la mejor manera posible en esa acción. Así podemos decir, que la máxima es una norma que ha adoptado el agente, y a la que decididamente se amolda. Entonces bajo esas máximas vamos amoldando nuestra conducta, por eso elegir máximas es elegir un plan de conducta. Aquí rescatemos algo previo, en un mundo que actúa bajo leyes determinadas de antemano, el hombre es el único ser capaz de actuar bajo leyes propias, él es capaz de legislar sobre sí mismo.

Entonces sólo quien es capaz de adoptar máximas será moral o inmoral, de ahí de que un animal o un ser dentro de la naturaleza no podrá ser considerado moral, ya que no puede plantearse reglas de acción para sí mismo.

Hasta aquí no hay que olvidar algo importante; decimos que una máxima es moral si concuerda con la ley moral (aquella que es principio de acción), sabemos ahora, que la moral para Kant no parte del deseo o la inclinación, o las consecuencias que el agente vislumbra en su acción, sino, en la pura intensión que el agente tiene por deber. Por eso la moralidad de una acción está de acuerdo a la conformidad a la ley moral general. Por eso de concepto de máxima se pasa al de imperativo. Porque, lo que se trata es que mi acción sea moral, y es moral, si y solo si, puedo determinar también, que mi máxima llegue a ser una ley universal; es decir, que también sirva para todos, no solo para mi, aquí es donde se equipara el concepto de máxima con el de ley de la moralidad.


No olvidemos que el concepto de ley en Kant, simboliza un principio que rige a todo de manera universal, como principio objetivo, por eso Kant dice que nuestra máxima de acción (principio subjetivo) debe tomar la forma de la ley moral (principio objetivo).

Hasta aquí sabemos que una acción cumple o viola una máxima del sujeto, y las máximas mismas cumplen o violan el principio moral. Por eso del concepto de máxima se pasa al de imperativo, ya que cuando se pasa a la idea de imperativo se asegura de que la acción vaya de acuerdo a una máxima. No obstante, no se trata de un imperativo a secas, sino de un imperativo categórico, ya que no sólo es un medio instrumental para un caso determinado (diferencia con el imperativo hipotético) sino que debe ser válido para todos y en toda ocasión, así entiende Kant la idea del imperativo categórico, como el principio subjetivo que me encamina en la acción moral, y que además debo actuar por él (imperativo) y que debe no ser solo para mí en cierta ocasión en la que me beneficia, sino siempre, y es válido para toda ocasión no sólo para mí, sino para todos (categórico).

Por eso un imperativo categórico, trata de ser un principio subjetivo (máxima) válido para toda situación,; además, es una prueba de moralidad, ya que debemos por respeto actuar según él. Por eso la primera formulación del imperativo nos dice “obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal” se debe pretender entonces que mi regla de acción, sea al mismo tiempo una ley universal, no algo aquí y ahora válido sólo para mi. La segunda formulación indica lo siguiente “Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza” Se quiere entonces que por nuestra voluntad, o desde nuestra voluntad, llegar a que nuestras acciones puedan convertirse en leyes de la naturaleza, es decir que se conviertan en principios objetivos, así como la causalidad del mundo físico, pero ahora dentro del ámbito de la acción humana.

Finalmente la tercer formulación del imperativo indica “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como un medio” Así pues esta tercera formulación de Kant indica su cometido final en el reino de los fines, es decir aquel fin global en donde los hombres se inscriben siendo fines en sí mismos, nunca medio para otra cosa. Y agrupa todos los hombres, en tanto racionales, racional para Kant es aquel agente que puede ser capaz de representarse el deber y la ley moral.


La Fundamentación indica, que el deber no es un concepto empírico, es alcanzado por la reflexión filosófica en busca de principios. Por eso mediante la experiencia no es posible estipular una máxima. Así Kant nos dice que “Cuando se trata de valor moral no importan las acciones que uno ve, sino aquellos principios íntimos de las mismas que no se ven”.


Por eso se trata de una moral genérica, anterior a cualquier experiencia, que finalmente te traduzca en una voluntad determinada a-priori por fundamentos. Así Kant nos dice que “Cada cosa en la naturaleza opera con arreglo a leyes, sólo un ser racional posee la capacidad de obrar según la representación de las leyes o con arreglo a principios del obrar, esto es, posee una voluntad” y la voluntad no es otra cosa que razón práctica.

Selección de textos de la Fundamentación de Kant

Capítulo I
Tránsito del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.
[…]La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. […]

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
[…]Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado. La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído. La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima2# de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones. Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado, pues todos esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción. Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos. Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo ahora evitar, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias inquietantes. Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma. Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón, empero, me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún ciertamente el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-; pero al menos comprendo que es una estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo. […]
Capítulo II
Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres
[…]Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como para derivar las acciones de las leyes se exige razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad, en conformidad con las leyes objetivas, llámase constricción, es decir, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no enteramente buena es representada como la determinación de la voluntad de un ser racional por fundamentos de la voluntad, sí, pero por fundamentos a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente. La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para una voluntad, llámase mandato (de la razón), y la fórmula del mandato llámase imperativo.
Todos los imperativos exprésanse por medio de un «debe ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo por que se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, -por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Distínguese de lo agradable, siendo esto último lo que ejerce influjo sobre la voluntad por medio solamente de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera6#. […]

Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria. Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces es el imperativo categórico. […]

Así, pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito. Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad. […]

En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto» sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza, o acaso también el recelo oscuro de otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta. Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, porque aquí no tenemos la ventaja de que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo. Mas provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el imperativo categórico es el único que se expresa en ley práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva en al aquella necesidad que exigimos siempre en la ley. […]

Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene, pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima10# de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario. El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno ley universal. Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir. La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
[…]La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos. Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica. Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo. Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal.
El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mi vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad.
El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio. Vamos a ver si esto puede llevarse a cabo.
[…]Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre -subjetivo-, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto, el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora. Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora). […]

Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Velase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía. El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines. Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios. Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal). Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro. El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad. La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber.
El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida. La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo. En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad. Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo. Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.

viernes, 12 de junio de 2009

Discurso filosófico sobre el amor





En los discursos anteriores al de Sócrates hemos ido recogiendo las características de Eros, estos aportes le permitirán al filósofo ateniense rebatir o apoyar sus nuevas ideas según corresponda con su nueva definición, ahora ya desde la filosofía. Los interlocutores del Banquete han ido sumando características desde sus propias ciencias o artes, es así, por ejemplo, el caso de Fedro que toma referencias y descripciones de Eros desde la Literatura y mitología, por otro lado Pausanias había hecho lo mismo, pero desde la política, Erixímaco desde las ciencias y las artes simbolizadas por las musas. Luego la Comedia y la descripción mitológica de Aristófanes y finalmente la poética trágica de Agatón. Lo que debemos rescatar de estos interlocutores de Sócrates es los siguiente:


1. Los discursos desde Fedro hasta Aristófanes han versado sobre cómo es el Eros, y qué favores reciben los hombres de él.

2. Sólo Agatón ha podido hablar desde el mismo Eros, es decir del Eros en sí.

3. Todos los discursos anteriores coinciden en atribuir a Eros características divinas.

4. Sócrates también habría estado de acuerdo con el discurso y las características que Agatón atribuye a Eros, hasta que aparece la misterios presencia de la sacerdotisa de Mantinea.

5. El pequeño diálogo entre Sócrates y Agatón nos permiten poner en bandeja los primeros indicios de este Eros filosófico, negando las característica principal de divinidad que habrían atribuido todos los discursos anteriores.

Entonces así entendidos dichos puntos podemos empezar recapitulando el discurso de Sócrates. Para empezar, el diálogo que está antes (diálogo entre Sócrates y Agatón: 199d - 201 b) de lo que nos dirá Sócrates acerca de Eros, nos permite saldar algo importante acerca del Amor. El Amor, siempre es Amor de algo, nunca lo es de nada.Sócrates le dice a Agatón que si el Amor está siempre avocado hacia la belleza es porque no posee la misma, porque uno desea lo que no se tiene. Entonces, si Eros siempre desea la belleza de las cosas, es porque no la posee, y sabe de alguna u otra manera que la belleza en sí es lo más anhelable, por eso mismo, se avoca hacia ella.Además todo deseo lo es de algo, y ese algo al que se refiere el deseo es sobre lo no poseído, y si lo no poseído es la belleza o la bondad: Eros no es bello, Eros no es bueno. Entonces si Eros no es bueno y tampoco bello, Eros no puede ser un dios o una divinidad, ya que la divinidad en general posee belleza y bondad, como sus características principales.
Hasta aquí se ha negado la principal característica de Eros como divinidad, pero ¿si Eros no es una divinidad, entonces qué es?

En esta parte el diálogo nos sugiere un cambio de tono en el discurso de Sócrates, ya que nos parece iniciar en estas artes eróticas a través de un personaje: Diotima, La sacerdotisa de Mantinea. Entonces, después de negar las características principales atribuidas a Eros, paso siguiente es darle nuevas características. Si Eros no es bueno y tampoco es bello, no se pasa al extremo, es decir, que sea malo o feo, y aquí aparece el concepto de intermedio. No es un dios porque no posee cosas bellas y buenas, simplemente las anhela porque carece de ellas. Y tampoco es inmortal, sino que está en medio de lo mortal y lo inmortal, es así que se dirá de este Eros ser un Daimon, un genio o un demonio, que está entre lo humano y lo divino, y que además permite la comunicación entre ambos, por eso Eros es también un adivino (esto tal vez nos recuerde lo que en su momento dijo Erixímaco acerca de Eros). Todas las características que de van sumando a este Eros han de justificarse, por eso aquí aparece la descripción de su nacimiento.Entonces Diotima le narra a Sócrates acerca del nacimiento y concepción de Eros. Dice que se encontraban todos los dioses reunidos dado que estaban celebrando el natalicio de Afrodita, y entre los concurrentes a dicha celebración se encontraba Poro, hijo de Metis (la prudencia), el Dios de la abundancia (Poros en griego significa apertura, dádiva, de dónde nos viene el concepto de poro, por ejemplo, los poros de la piel), y como era costumbre en la puerta se encontraba Penía, la pobreza, que estaba mendicante como era usual. La celebración continuaba, hasta que Poro se embriagó de Néctar (aún no había vino, esta característica resalta que el suceso se haya dado en el principio de los tiempos) y salio hacia los jardines que estaban fuera del recinto, luego de ello, cayó dormido bajo el sopor que ha provocado la embriaguez. Y Penía, deseando hacerse de un hijo, se acostó al lado de Poro que estaba totalmente ebrio.Así, luego de este suceso se engendró Eros, y es escudero y acólito de Afrodita por haber sido engendrado durante su natalicio. No obstante, lo que debemos rescatar aquí es que ambos padres de Eros poseen características completamente antagónicas, por un lado la abundancia de recursos del padre (Poro) y la menesterosidad de la madre (Penía). Ambos tratan de ser la representación de Eros como lo intermedio entre ambos, ya que Eros es siempre carente de recurso por eso siempre anhela, pero a la vez es muy hábil cazador y charlatán. Entonces, ambas propiedades extremas que simbolizan a Eros nos permiten distinguir cómo actúa, ya que lo hace por carencia, se dice que a veces muere, pero que renace y al ser siempre carente de todo, siempre tiende a conseguir aquello que le falta, por eso Eros es amante, porque se impulsa a conseguir, es actividad, no pasividad. Recuérdese aquí que los discursos anteriores ponían a este Eros como un amado, por su belleza y sus características divinas, no obstante, aquí se ha negado todo lo anterior y ahora es el mismo Amor el que inspira a conseguir aquello de que es falto.Además, al ser inspirador, actúa como esa fuerza externa que nos impele a alcanzar lo que no tenemos, por eso también es un Demonio o un genio, ya que se inmiscuye dentro de nosotros y nos embriaga de su poder, y nos hipnotiza a conseguir lo que él ha dictado. Eros es pues un inspirador, un encantador, un adivino; que además, puede provocar la comunicación entre lo mortal y lo divino, ahí también hace patente su carácter de intermedio.

Eros nos lleva a conseguir lo que deseamos, por ejemplo los hombres desean ser inmortales, y para conseguirlo deben engendrar, para así perpetuarse. Sin embargo, el hombre no engendra en lo feo, sino, se impulsa por la belleza y en ella quiere engendrar. Por eso al comienzo Eros se conduce por la belleza de los cuerpos, en los cuales puede engendrar, y hacia ellos se dirige. Puede padecer por este Amor o encantamiento que siente. Así también, aquí se puede agregar lo dicho por Fedro anteriormente, él narraba acerca de los acontecimientos y sufrimientos de los amantes por sus amados (Aquiles y Alcestis por ejemplo), es que Eros posee tal fuerza que hasta la vida misma puede quedar de lado ante su poder. Eros es pues un encantador, que cuando ejerce su poder sobre nosotros, no podemos hacer nada, nuestra voluntad ha sido tomada por este dios, todo lo que indica va a ser lo que hagamos. Eros posee tal poder, no sólo en los hombres, sino también en los animales, ya que ellos también son capaces de arriesgar su propia vida en pos de proteger lo que aman: sus hijos.

Eros, indica Sócrates, se conducía en un primer nivel por la belleza que aparece ante él, no obstante, hay un ascenso progresivo que se inicia desde allí. Después de apreciar la belleza de los cuerpos se debe notar, que todos los cuerpos comparten dicha belleza, luego se pasará a buscar la belleza de las almas, y de una sola y despreciando las demás, ya que en las almas se inscribe una belleza permanente que tiene que ver con la virtud y lo más estable (aquí recuérdese las palabras de Pausanías al comparar de manera similar lo que indicaba con la Afrodita Uranía).



Pero Eros impele a seguir ascendiendo, en este ascenso nos topamos con la reglas, leyes y normas que permiten la ordenación de la Polis. Aquí no se debe olvidar la pretensión política de Platón que se refleja de una manera más detallada en La República, pero aquí en el Banquete no se debe olvidar que lo que se quiere rescatar es la armonía y equilibrio que puede producir Eros al nivel político. En cuarto lugar aparecen las matemáticas como la apreciación de la belleza y armonía de las ideas abstractas, aquellas que permitirán el vuelco hacia lo más elevado, es decir las ideas en sí. La idea última que se está por lograr, ya lejos de todo asidero sensible, es la idea de la belleza en sí; aquella que se ha conseguido por el ascenso progresivo de Eros, hasta encontrarse con lo más puro.No se debe olvidar que la idea de la belleza es también la unidad, aquella que reúne toda la multiplicidad de las formas, bajo una idea única, que armoniza todo el esquema. Aquí Platón caracteriza esta idea como la belleza, en La República, veremos que esa idea es el Bien, ya que tanto el Bien como la Belleza son lo mismo.
Eros así es un filósofo, un amante de la sabiduría, ya que no desfalleció en la búsqueda de las ideas puras, avanzó y avanzó hasta conseguir la idea en sí. Es un amante inspirado, que quiere lograr su fin en la aprehensión de lo más elevado.

Así termina de caracterizarse a Eros, no Obstante, el excurso de Alcibíades nos permite identificar a Sócrates como el verdadero filósofo inspirado por este Eros, ya que no sólo es un amante de la sabiduría, y así haciendo patente que Eros sea filósofo, sino que también ha de ser amado, ya que provoca en los otros ese llamado hacia el conocimiento, es decir Sócrates como educador que conduce a todos a sentirse inspirados por Eros. Así Sócrates con sus preguntas encanta, como el pez torpedo a que se quiera salir de la ignorancia, y además, permite que los demás sientan la necesidad y el deseo de conocer. Por eso finalmente podemos decir que el verdadero amante es capaz de ser también amado, ya que permite que los demás vean en él la fuerza y la inspiración necesarios para atreverse a filosofar.

viernes, 5 de junio de 2009

A propósito de la sensiblidad y la razón en Kant





Todo pensamiento ético empieza por un conflicto entre los impulsos y el deber ser. Kant empieza distinguiendo en el hombre una razón plenamente teórica y casi instrumental, mediante la cual puede conocer el mundo físico, pero el hombre no es un autómata más en la naturaleza, él también es sensibilidad.Si el hombre fuera sólo sensibilidad, sus acciones estarían determinadas por sus impulsos sensibles, si fuera sólo racionalidad, serían determinadas necesariamente por la razón., pero ambas son propias del hombre, ambas; de ahí su libertad de elegir.


Por sensibilidad en el hombre hay que entender esa característica propia que le permite querer, ahí donde radican sus inclinaciones y deseos, sin embargo Kant nos dice que en dichos estamentos (inclinaciones en general) no hay una liberación de la causalidad natural en el ámbito físico; es más, esas inclinaciones lo llevan por un sendero donde solo importa el hombre lo que él solamente quiere, sólo él; aquello que Kant llama egoísmo. No obstante, lo que nos dirá Kant se acerca más hacia la idea de un conjunto, en el cual todo ser racional (el hombre es un ser racional, ese es el presupuesto kantiano) pueda estar incluido dentro de la moral, una moral en la que no imperan las inclinaciones o lo que dirige al hombre al egoísmo, sino, Kant trata de incluir a todo ser racional en el esquema de le ética, en tanto posibilidad legisladora desde su propia subjetividad, y esa subjetividad que finalmente ha de traducirse a la praxis, ya que la praxis les permite dar el paso que separa la simple posibilidad lógica de la realidad objetiva, pero esta acción (praxis) no debe estar determinada por condiciones empíricas, sino por principios a-priori que determinen una acción moral, así una razón práctica va a determinar por sí misma la voluntad, independientemente de todo dato empírico.


martes, 19 de mayo de 2009

Kant y la Libertad




En la Crítica de la Razón Pura, Kant postula la tan famosa tercera antinomia (1787), en la cual se nos dice acerca de la Libertad y su imposibilidad dentro de un mundo fenoménico y causal. No obstante, la Libertad es uno de los conceptos más importantes para Kant, entonces ¿Dónde debe estar? ¿Cómo ha de ser hallada? ¿Es sólo una ilusión?



No olvidemos hasta aquí que Kant no encuentra Libertad en un mundo causal y determinado, aquel mundo imperado por la razón teórica, que sólo conoce los principios que operan en un mundo con leyes físicas y causales, un mundo de regularidades, estas regularidades de las cuales se sirve la ciencia para conocer cómo actúa y cómo funciona el mundo. De esta manera, la Libertad parece no encontrarse en un mundo ya determinado de antemano, el cual conocemos mediante una razón (plenamente) teórica, ya que este mundo ya está determinado, por ejemplo, si pretendo mover mi brazo, no lo hago libremente, sino que dicho movimiento obedece a leyes causales de movimiento, fuerzas que mueven músculos y articulaciones: de esta manera no hay tal Libertad, además en este mundo causal la voluntad del hombre se encuentra ya determinada, y dicha determinación está sujeta a las pasiones y deseos, ya que en un mundo puramente causal el hombre actúa por mera inclinación desiderativa, es decir dentro del esquema de causas y efectos de un mundo causal.

Pero el hombre a diferencia de los animales - que para Kant son autómatas mecánicos- posee ese rasgo distintivo que los filósofos tratan de privilegiar, me refiero a la razón, pero en este caso no una razón teórica que conoce y reconoce regularidades dentro de un mundo causal, sino una razón práctica, capaz de dirigir la acción humana, allí donde la Libertad ha de ser realizada.

Entonces hasta aquí se ha podido ver que en un mundo causal y determinado la Libertad es una utopía, pero la Libertad es asequible en la acción del hombre, aquella que deja de lado el nivel desiderativo (causal) y se vuelve así trascendental (trasciende el mundo fenoménico determinado por los deseos y pasiones) y pasa al mundo del cual el hombre es participe de la Libertad.

Hasta aquí podemos notar la importancia que tiene para Kant la recuperación de la Libertad, y la libertad es conseguida por el sujeto trascendental que ubica esa esencia fuera del mundo causal, y se dirige a su consecución. Pero no olvidemos que Kant hace una distinción en el hombre de dos ámbitos: Voluntad y Razón. Ambas son las características más propias del hombre. ¿Cómo conciliar ambas? No olvidemos hasta aquí que a veces nuestra Voluntad es controlada por los deseos y pasiones, como una inclinación de la que no podemos salir, de esa manera parece que nos controlase (aquí puede servir la referencia a la vida voluptuosa de la Ética de Aristóteles, una vida que sólo se inscribe dentro de los placeres y deseos), pero si esa voluntad es presa de los deseos, se está cayendo en el esquema causal del mundo fenoménico, y se actuaría por mera inclinación (causa y efecto), es decir, deseo tal cosa, y directamente voy por ella, y más aún si estamos controlados por pasiones, que desvirtúan la Libertad del Hombre.

De esta manera, se reclama la Libertad a través de La Buena Voluntad, y está Voluntad es buena cuando se acompaña de razón, pero no una razón pura o teórica, que conoce las regularidades del mundo, sino de un razón pura práctica que se dirija a las acciones del hombre, y sea capaz de encontrar los principios de acción, por eso es necesaria tal fundamentación metafísica de las costumbres.

Así la razón práctica legisla sobre la Voluntad, le indica la manera de salirse de ese impulso causal de los deseos y pasiones. Por eso la meta es convertir la Voluntad Humana, en una Buena Voluntad (acompañada de razón práctica) Pero sólo se logrará tal cometido si se regula sobre la Voluntad (leyes objetivas y subjetivas: máximas, más detalladas en el segundo capítulo de la fundamentación).

La meta es lograr que el hombre trascienda de ese aspecto causal, por lo cual debe verse obligado a seguir ciertas pautas de acción, por eso se ha de actuar conforme al deber, no por deber, es decir debe verse obligado a hacer tal o cual cosa, no debe inclinarse por un sentimiento, de esta manera se quiere relegar todo agregado pulsional en la praxis humana.

Conforme al deber quiere decir aquí, que se está apelando a la ley universal, y no se lo está haciendo con vistas a otra cosa, sino por sí misma, no como beneficio, sino por obligación, por eso detrás no debe haber ningún impulso sentimental en la acción, sino que se debe actuar conforme al deber que dicta la razón práctica, cual si fuera una ley inapelable.

Entonces la Voluntad del hombre ha de convertirse e una Buena Voluntad por el efecto legislador que la razón práctica debe cumplir sobre ella, además se trata de un sujeto individual, entonces se parte de principios subjetivos (en el segundo capítulo los llamaremos máximas o imperativos).

Por eso la razón que actúa sobre la Voluntad no ha de actuar de acuerdo a lo externo que dicta el deseo y la pasión, sino en base a principios, por eso se trata de una metafísica de las costumbres, es decir buscar los principios que nos permitan a priori establecer la acción humana (y que sea universal para todo ser racional) en base a la Libertad, una Libertad igual para todo ser racional.


Finalmente lo que nos quiere dar a conocer Kant es lo siguiente: Las acciones humanas no deben caer en el esquema causal de los deseos y pasiones, sino que se debe salir de esa determinación causal, y pasar al ámbito trascendental a través de la Buena Voluntad. La Buena Voluntad es accesible a través de una razón pura práctica capaz de encontrar esos principios de acción, aquellos que se vean reflejados en todo ser racional, ya al final del capítulo I de la fundamentación se notará esta caracterítica del sujeto capaz de regular de manera universal estos principios a través de las máximas. Una máxima sería un principio subjetivo que va conforme a la ley Universal objetiva. Ya para el capítulo segundo veremos más en detalle tal esquema, hasta el momento sólo nos hemos fijado en la relación entre razón y voluntad: Libertad.